Estudiante del Doble Grado de Periodismo y Filosofía de la Universidad de Navarra. Ha conocido mundo a través de la lectura, si por él fuera nunca hubiera salido de Donosti.
Mis pensamientos de ese día eran peculiares. Llevaba meses deseando un aumento del sueldo. No estaba incómodo con él, vivía solo y mis gastos no comprendían más que lo poco que valía mi piso y alguna que otra cerveza. Aun así, algo dentro de mí se retorcía, inquieto e impaciente. Desconocía la procedencia de semejantes sensaciones. Mi cabeza se dedicaba a dar vueltas y vueltas al asunto. Perdía toda mi fuerza en intentar comprender, o por lo menos entender el porqué de mi estado. Sentía como mi respiración se aceleraba y el mundo se encogía a mi alrededor. Aquellos campos infinitos de mi infancia parecían ahora jaulas de las que es imposible salir, las nubes, hasta ahora majestuosas e imperiales, me recordaban una vida diferente, la vida ligera. Las aborrecía. Tenía ganas de correr, correr sin parar, pero no sabía hacia dónde. Comencé ansiosamente a buscar las causas de mi malestar. Pasado un tiempo descubrí, anonadado, que todo señalaba al trabajo que ejercía. Esto ocupó gran parte de mi tiempo, pues hasta ese momento siempre había afirmado sin una sombra de duda que era un afortunado por tener el empleo que poseía con mi edad. Así, deduje que tal vez no era el trabajo sino más bien el rédito que yo sacaba. Hacía demasiado para lo poco que percibía. En este inestable estado cruzaba aquella mañana la avenida soportalada. Los recorría cada mañana, exactamente a la misma hora. El eco de mis pisadas resonaban singularmente en aquella calle fantasmal. Así era siempre: la ciudad aún dormía y los preciosos escaparates de tiendas, bollerías y librerías yacían encarceladas detrás de robustas verjas. Sólidas y sencillas columnas con un acabado curvo sostenían toda la estructura que me cobijaba de la lluvia. En aquel lugar, lo único de interés eran los portales, que presentaban cristaleras de distintos colores acompañadas de singulares figuras hechas de acero. Me repetía insistentemente que tenía que lograr subir mi sueldo, pues no había otra forma de calmar la tormenta que inundaba mi interior. Abrí la puerta seguro, concienciado de que aquello era lo que había que hacer, sin titubeos ni margen para las inseguridades. Toda esa máscara se resquebrajó al llegar al ascensor. El espejo me susurró una pregunta para la que no estaba preparado, una cuestión vital que había conseguido enterrar debajo de ruido y papeleo: ¿quién soy? No lo sabía, trabajaba, como lo habían hecho mis padres y antes mis abuelos. Pero con eso no parecía suficiente, la pregunta seguía ahí, suspendida en el vaho del espejo que mi respirar creaba. Deseché fugazmente esta pregunta para la que no tenía respuesta y entré en la oficina. Un vestíbulo luminoso y abierto me dio la bienvenida. Fui avanzando entre piezas de un mobiliario estándar y moderno, sin identidad ni historia, hasta llegar a la secretaría de la empresa. Un hombre delgado me devolvió la mirada, la expresión de su cara no transmitía sino una sensación enfermiza. Su pelo, escaso, descuidado y sin peinar no ayudaba a formarse una idea mejor de su persona. Cuando se incorporó de su asiento para guiarme hacia el director, pude observar que llevaba un traje excesivamente grande para una persona tan baja de estatura y delgada. Mientras andaba se restregaba las dos manos con un ímpetu desbordado, como si deseara hacerse daño. En varias ocasiones traté de mirarle a los ojos, pero su mirada rehuía la mía incesantemente. Me abrió una puerta sin distintivos, de un color gris apagado y entré sin pensarlo. Nada más entrar fui cegado por la luz que entraba por un ventanal que se encontraba al fondo de la estancia. Recordé entonces para qué estaba allí. Mi preocupación por el desaliñado secretario había empañado mis pensamientos. Tardé unos instantes en hacerme cargo de la sala en la que estaba. Lo primero en lo que reparé fue que no había nadie en aquel despacho. Era, sin duda, un lugar imponente. Una gran mesa acristalada marcaba el centro de la sala. A los lados había dos grandes estanterías fabricadas de madera fina y que sostenían grandes tomos de materia económica. Parecía que ninguno había sido sacado jamás de allí. Detrás de la mesa, descansaba inerte un sillón de cuero de un marrón ébano que rompía el vínculo entre los demás muebles de la estancia. Exceptuando el sillón, el resto era finura, delicadeza y reposo. El sillón era violencia, inquietud, poder. Analizando el ventanal vi que uno de los lados inferiores tenía una apertura que daba acceso a una terraza. Aquello me extrañó, pues llevaba trabajando dos años en esta empresa y, aunque nunca había visitado ese sector, una terraza de ese tamaño hubiese llamado mi atención. Salí para admirar las vistas y encontré allí un par de sillas de jardín de madera plegables, entre las dos había una pequeña mesa de madera con rendijas. Sentado allí había un hombre. Tenía la silla girada para mirar hacia la ciudad, el brazo derecho reposaba en la mesa, entre sus dedos se adivinaba un cigarro y, al lado, un cenicero de cristal, sencillo, sin adornos ni decoraciones. Tenía las piernas cruzadas y, encima de las dos, apoyaba su otro brazo. Su mirada estaba fija en su cigarrillo. Tal era su observación que me llegué a preguntar si buscaba desentrañar algún misterio oculto en ese humo de muerte. Su rostro no transmitía ninguna viveza, a excepción del movimiento de sus labios cada vez que le daba una calada a su cigarro. Era un hombre menudo, de ancha espalda y un contundente rostro. A esa visión de hombre intimidante ayudaba también el hecho de que careciera de pelo, de forma que su semblante serio, indescifrable, cobraba aún más protagonismo. No tardó en advertir mi presencia allí, con un pequeño esfuerzo se giró y me observó con mirada imperturbable. Indeciso, me senté en la otra silla. - ¿Fumas?- me espetó con un tono de voz grave y cortante, mientras me ofrecía un cigarrillo. - No, no, fumaba. Pero lo dejé hace tiempo. No me hacía ningún bien- mentí yo. No había fumado nunca. - Fuma- sin darme tiempo a repetirle la respuesta, me puso un cigarro y un mechero en la mano.- Cuéntame-. - Bueno, verá, quería hablarle de mi trabajo. Lo cierto es que hace ya dos años que me gradué en economía e inmediatamente empecé a trabajar aquí. Hasta ahora he trabajado bien, sin ningún tipo de queja y...- - Quieres que te suba el sueldo- sentenció él, mirándome mientras adquiría una expresión de satisfacción al ver que había acertado. - Sí, pero, bueno, no es solo eso..- dije dubitativo. - ¿Estás contento con tu labor?- - Sí, bueno. Hasta ahora sí. Pero hace un par de semanas que me incomoda- - Cuéntame más- me respondió mientras daba otra calada a su cigarro. - Bueno...- - Deja de decir “bueno” y fúmate el cigarrillo- - Vale, sí, tienes razón- las manos me temblaban mientras intentaba encenderme el cigarrillo. Tenía los nervios totalmente exaltados.- Siempre he creído que cuando trabajase iba a sentirme pleno. Pero no lo estoy. Me siento extraño. No me reconozco- sentí como dentro de mí crecía un impulso. Lo obedecí. Me levanté dando un salto y señalándole con el dedo, le dije:- mire, llevo toda la vida renunciando a caprichos y placeres, me he dicho siempre que todo es para tener un buen trabajo y ser feliz. ¡Pero no es verdad! ¡Esta vida no me llena, soy igual de poco feliz que antes!- me volví a sentar.- Por eso quiero más dinero, con él, tal vez pueda pensar en una mujer, no sé, en una familia, invitar a amigos a casa y demás cosas a las que he renunciado-. - ¿Y luego qué?- se encendió otro cigarro. Yo, mientras, luchaba por no toser aquel humo que me abrasaba la garganta. - No sé, seré feliz, supongo-. Él enarcó una ceja y me miró con detenimiento. Todo tipo de inseguridades acudieron a mi cabeza. Mi vista empezó a nublarse. Volvía a estar en el ascensor, en el vaho la pregunta: ¿quién soy? ¿Qué quiero? No lo sabía. No sabía nada. - No sé- volví a susurrar. Tenía miedo. - ¿Alguna vez te has parado a mirar esta plaza?-. Al principio me extrañé ante semejante cambio de tema. Después levanté la cabeza. La sorpresa creció en mí de un modo desenfrenado. Desde aquel balcón no solo se veía aquella avenida de soportales, ni se advertía solo la viveza de la ciudad, que conforme el alba apremiaba, empezaba a ser ya una realidad. Desde aquella perspectiva se veía de forma nítida y completa todos y cada uno de los detalles de la catedral de la ciudad. Una gigantesca construcción neogótica que disrumpía con la ordinaria y poco llamativa masa urbana. La torre central, acabada en un hermoso pináculo, sobresalía de forma latente comparada con el resto de edificios. La estructura, de afiladas esquinas y estrambóticas figuras daban una impresión feroz. Daba la impresión de ser un agresivo y magno animal que dormitaba en el corazón de la ciudad. Me quedé largo tiempo contemplando aquella obra monumental que excedía con fuerza lo propiamente humano. - Sí, es impresionante- dijo él sin girarse a mirarme, su mirada se posaba en la catedral como si la acariciara mientras el cigarro se consumía sin que lo fumase, estaba absorbido ese prodigio de la arquitectura. -¿Quieres que te diga lo que pienso? Nunca serás feliz-. Me revolví en la silla. No comprendía por qué me atacaba, por qué una conversación a primera vista administrativa se había convertido en una lección de filosofía. Sacó otro cigarro y me lo ofreció. - Fuma. Y escúchame: ¿para qué trabajas?- - Bueno...- - No me contestes. Es una pregunta que no puedes contestar. Trabajas en el mundo. Eso lo sabemos tanto tú como yo. Ahora bien: ¿te has parado a observarlo alguna vez?-. Iba a contestar a esta cuestión cuando me percaté de que era el mismo tipo de pregunta. - Este mundo está construido, mira los edificios, las oficinas, los locales, ¡incluso los bares! Todo es artificial, pura fachada. El mundo en el que vivimos, la pequeña parcela que somos capaces de conocer y, algunos pocos, controlar, y que llamamos “mundo” se sostiene gracias a reglas inventadas que garantizan “la convivencia”- mientras decía esto último hizo una mueca de repugnancia. Su voz cogía cada vez más fuerza.- Pero mira más adentro. No somos más que niños jugando en la arena mientras los adultos deciden sobre qué va a ser de nosotros y nos prohíben acercarnos a la orilla. No vaya a ser que nos ahoguemos. ¿Libertad? ¿Qué es eso? Sea lo que sea, carecemos de ella. Lo que pensamos no lo pensamos por nosotros mismos, no tenemos ideas propias de ningún tipo: ¿Qué es lo mío? Lo que tengo. Nos gritan que corramos, que corramos hasta que nos quedemos sin oxígeno, que corramos buscando lo que ellos creen necesario para vivir. ¿Para qué corremos? La verdad nos abrasa por dentro, no queremos verla y miramos hacia otro lado. Pero ahí está: no somos nadie y nunca lo seremos. Corremos sin sentido. Excelencia, poder, dinero, fama. ¡Tonterías!- sacó otro cigarro de la cajetilla. La luz del mechero me sobresaltó. Estaba inmerso en sus palabras, suscribía cada una de las cosas que acababa de decir.- Pero lo mayor mentira que oirás jamás- prosiguió- eres tú-. Aquello terminó de inundar mi razón, no sabía lo que pensaba ni lo que sentía. Lo único que sabía era que estaba anormalmente nervioso, como si una violenta electricidad recorriese mi cuerpo sin detenerse. Prosiguió: - ¿Dónde estamos? ¿Quiénes somos? ¿Cómo somos? Nos repetimos esa pregunta una y otra vez en nuestra cabeza. Las analizamos desde distintas perspectivas, leemos libros sobre ello, nos engañamos a nosotros mismos intentando agarrarnos a un ápice de irrealidad al que llamamos “yo”. La persistencia de nuestro tiempo por no mirar a ningún sitio sino hacia nosotros mismos es la corrosión más letal. Pero he aquí el engaño. ¿Es interior lo mismo que interioridad? No. No lo es-. Se levantó y, con el cigarro en la mano, se acercó lentamente hacia la barandilla. Una vez allí se apoyó. Yo hice lo propio. Con estudiado sigilo me puse a su lado, intentando con todas mis fuerzas desaparecer, no interrumpir con mi presencia el desmantelamiento que sufría su razón. - ¿Sabes por qué vengo recurrentemente aquí a fumar? Le hago compañía- dijo señalando hacia la catedral.- Fíjate en el rosetón, observa como la luz se filtra por la vidriera. Cada uno de los adornos, cada detalle de este templo proclama a voz en grito un secreto insondable. ¿Has pensado alguna vez en construir una catedral? No te estoy hablando de Dios ni de construir para él. Sinceramente, me importa más bien poco si crees en algo- se detuvo y me miró con una expresión de cariño y reproche al mismo tiempo- Te hablo de construir algo que no vas a ver acabado. Impensable,¿eh? Dedicar tu vida a algo que es más grande que tú. Algo que por muy excelente que seas, por muy hábil, prestigioso y capaz que seas, no vas a poder solo. ¡Oh! Esta catedral es el testimonio vivo de la grandeza, de lo que la fe de unos hombres puede hacer. Advierte por un momento su complejidad. Es violento, a veces doloroso mirar allí. Nos grita que no es el producto de hombres, hombres como tú y yo, que en ningún momento buscaron lo fácil, lo cómodo- su respiración se había acelerado, estaba exaltado. Toda su imponencia se había perdido. Su cuerpo poseía ahora una grácil belleza, sus manos temblaban, el cigarro se veía zarandeado constantemente por la espasmódica gesticulación de sus manos. Estaba fuera de sí. Sus ojos miraban de un lado a otro con un veloz movimiento, escrutando todo lo que tenía a su alrededor, buscando exhaustivamente algo que le devolviese las fuerzas para seguir adelante en su explicación. - Pensar siempre en nosotros mismos crea oficinas, no catedrales. Ya nadie construye catedrales, es impensable. Implica una mirada más allá de lo humano. Implica creer de verdad, con fe, que tu vida es algo más que tú mismo. El arte es lo único irreprimible en el ser humano. Sabemos que no tenemos poder, ni fama, a veces ni siquiera dinero. Pero: ¿es allí donde respondemos a las preguntas? El arte, escúchame bien, es la manifestación de tu interioridad, de aquello que llevas tan dentro que ni tú mismo conoces. Solo un artista puede llevar a cabo semejante obra. Salir de uno mismo y dedicar tu existencia a los demás es un tesoro incalculable que no es fácil de descubrir. Basta con levantar la mirada y contemplar la fachada. La libertad, chico, es algo que tenemos dentro, una fuerza que pugna por salir. Nuestra interioridad desea ardientemente manifestarse, decir: aquí estoy. No le dejamos. Se necesita sensibilidad para advertir que nosotros somos también catedrales, capaces de testimonio y de grandeza. Pero preferimos calcular antes que escuchar. No dejes nunca que el mundo te haga correr. Para y mira hacia arriba, hacia dónde creas que no puedes mirar-. El ímpetu con el que había estado hablando se apagó paulatinamente. Sus manos dejaron de temblar, el cigarrillo volvió a su boca y sus ojos volvieron a mirarme con esa mirada impasible, dura, inmisericorde. Dándome la espalda se dirigió hacia su asiento. Antes de sentarse se giró y mirándome fijamente me espetó: - Piénsalo bien. Si realmente deseas el aumento, vuelve mañana a este lugar- - En realidad, creo que ya no quiero ese aumento, gracias. De verdad-. Mi corazón se ensanchaba por momentos, mi cabeza estaba en calma, las mareas desbordantes se habían convertido en caudalosos ríos que desembocaban todos en la misma dirección. Seguía sin saber quién era y cuál era mi lugar, no obstante, sabía hacia dónde quería ir. Volví a contemplar la catedral y despidiéndome, me fui. Había decidido qué hacer. Era la última vez que pisaría aquel sitio. Al salir por el ventanal me topé con el secretario, que se dirigía hacia la terraza. Aunque el tropiezo fue duro, enseguida se apartó de mí y murmurando algo que supuse como disculpa se fue hacia fuera como si nunca nos hubiéramos cruzado. - Soberbia representación, señor. ¿Se ha creído el discurso de la magnanimidad?- - Sí, desde luego que sí- dijo sonriendo de forma repulsiva- siempre creen aquello que desean. Tendrás que contratar a otro de esos estudiantes ilusos, Miguel -. Se encendió un cigarro y se quedó allí. Sentado. Mirando hacia la catedral en silencio. ¿De verdad era una representación o era su corazón quien hablaba en esos momentos? Ya no sabía distinguir. Deseaba creer cada palabra que le había dicho a aquel joven. Envidiaba el brillo que desprendían sus ojos al hablarle de una obra magna, de dedicar su vida a algo grande. Apagó el cigarro contra la base del cenicero y con la llama se fueron esos pensamientos. Hacía mucho tiempo que no escuchaba su corazón.