Estudiante del Doble Grado de Periodismo y Filosofía de la Universidad de Navarra. Aficionado a los buenos podcast y a terminar sus artículos de madrugada. Del Atleti desde pequeño.
No hay peor anestesia que la que nos ponemos voluntariamente. Si no quieres saber lo que es sufrir, solución práctica: vive anestesiado. Seguro que nunca más sentirás nada. Nada.
Qué pena daría una persona con sensibilidad nula. ¿Cómo nos entenderíamos con ella? ¿Cuánto daño se haría sin darse cuenta? Si han ido al dentista alguna vez, sabrán que, cuando la boca recibe anestesia, ya puede uno tomarse el caldo más ardiente que pueda, que no habrá manera de que duela lo más mínimo. Sin embargo, cuando la anestesia deja de hacer efecto, uno nota que le duele la boca. En efecto. Está llena de heridas. Cosas de dormir la sensibilidad. Cuidado con eso.
Y esto puede pasar también con nuestra sensibilidad humana. Lejos de ser una guía instructiva para quien vuelve del dentista, con este ejemplo se ve de forma clara cómo de peligrosa puede ser una anestesia si no se usa para lo que se debe. Me refiero a esa anestesia que palia una sensibilidad aún mayor. La más propia del ser humano: su relación con el mundo y lo humano mismo. Si alguien no necesita anestesia, dársela es peligroso, puede hacerse daño sin darse cuenta. Y, actualmente, vivimos con una muy sutil. La superficialidad. Y se la suministra cada uno, si quiere, a todas horas.
¿Quién se acuerda, después de tantear qué le entretiene por el móvil, del contenido que acaba de consumir? ¿Y de las tertulias repletas de todólogos? ¿Y qué decir del vídeo de la casa que vale millones de el/la influencer de moda? Este es el contenido que recibimos a lo largo del día. Uno escoge qué ver, oír y leer en el tiempo que tiene. Y, de ese todo, elige lo más fácil. Ya vamos lo suficiente ocupados como para que nos entretengan a escuchar más de 15 minutos. Lo suficiente cansados para ponernos a leer. Diversión e imágenes. Rasita y al pie.
Y de fácil manera caemos, cada vez más, en la esencia de ese potaje que Ortega y Gasset llamaba el hombre masa. El individuo pasivo, que se quejará de lo que todos se quejan, que desfogará todos los problemas de vacío vital en un campo de fútbol. Y más vale que gane su equipo, le hagan reír o le entretengan. Porque si no, vaya, cero anestesia. Y todas las heridas que ha acumulado habrán hecho tanta mella como tiempo haya pasado esa persona en anestesia. Y, en la misma proporción, tan honda puede ser la frustración y la sensación de soledad, porque esa persona se da cuenta que la anestesia se la ha puesto ella sola, perdiéndose la otra gran parte de su vida que le completaba como ser humano.
Gregorio Marañón decía: “la rapidez, que es una virtud, engendra un vicio, que es la prisa”. Y, con prisa no se puede parar y pensar, corregir el rumbo. Ya lo dice Vetusta Morla: “Dejarse llevar suena demasiado bien”. En cierto sentido, estos músicos tampoco se equivocan. Somos humanos, y estamos llenos de contradicciones. Es la superficialidad, sin embargo, la que activa la mentalidad de confort y deja de lado el esfuerzo que requieren las cosas que llenan. Y, ¿la parte humana? ¿Dónde queda? Esa anestesia duerme las inquietudes más íntimas y naturales en cada uno, y se las lleva. Solución: fuera anestesia. Despertar tiene mucho que ver. Despertar de verdad. La vida espera a que la vivamos, y la vivamos de verdad. Si las inquietudes ganan importancia, el anestesiado recupera identidad, autenticidad. Deja la masa para darse uno a uno mismo el valor que merece. Un despierto se da cuenta de qué heridas deja la anestesia, cuánto tiempo ha perdido, y cuánto hay por hacer. La inquietud se sacia con la mirada puesta hacia adelante y espíritu crítico en vela. ¿Para qué servirá la anestesia cuando uno consigue coger la dirección que sabe que quiere? Quizás habrá que replantearse eso de leer, pensar, escuchar música, pasear, contemplar, ayudar... de manera voluntaria.