Estudiante del Doble Grado de Periodismo y Filosofía de la Universidad de Navarra. Ha conocido mundo a través de la lectura, si por él fuera nunca hubiera salido de Donosti.
Cuántas veces nos ha llegado este afamado extracto, ahora lema social, de Machado, y cuántas veces hemos deseado romper con los caminos y abrir nuevas sendas.
Este sencillo verso de “Campos de Castilla” me trae a la imaginación un hombre y una silla.
Un hombre que abandona la senda del campo y deambula por un dorado paraje de espigas de trigo, pasea, admirando el camino que acababa de abrir,y se detiene junto a un olmo seco esperando ansioso el mañana efímero. Y una silla que yace pasiva, junto a una aparatosa librería, una silla desgastada y astillada, de grueso respaldo y sólidas patas.
Esta generación tiene un problema. A la juventud no le falta de nada, tiene al alcance de la mano un dispositivo que guarda en su interior el contenido de las mayores bibliotecas del mundo, la actualidad informativa de los cinco continentes en un televisor, la capacidad de compartir sus pensamientos e ideas a una velocidad casi instantánea en su ordenador. Pero, aunque no le falta nada, en el fondo es terriblemente pobre, pues, aun teniendo todo lo material, tiene una carencia que difícilmente va a conseguir subsanar. Esta generación se enfrenta al peligro de la falta de iniciativa.
En esta época, el mayor logro que, pensamos, podemos conseguir es progresar. Esto es un grave error, pues se confunde el progreso con la iniciativa. El progreso consiste en ampliar un camino que ya ha sido abierto, la iniciativa en abrir un camino nuevo. Hoy, nos conformamos con avanzar cada vez más: sacar el nuevo iPhone, tener cada vez mayor capacidad económica, incluso tener un mejor fútbol... No solo nos conformamos, sino que ponemos todos nuestros esfuerzos en hacer cada vez más grande el camino que alguien, en algún momento, abrió. Esto, de por sí, no es malo, no quisiera que el lector pensará que el problema está en abrir o no abrir nuevas sendas, el problema está, en realidad, en no preguntarse por qué está siguiendo un camino, no plantearse otros caminos. Esta es la carencia que existe: la búsqueda de lo novedoso muere paulatinamente.
Los jóvenes, durante toda su adolescencia y también durante su juventud, están en contacto con libros de grandes pensadores, rozan con sus dedos tomos de un contenido intelectual incalculable, y la mayoría , lamentablemente, lo están dejando ir. Lo están desdeñando apesadumbrados ante la idea de que nada nuevo se puede inventar ya, de que todo está dicho. No han sido capaces de ver que, a hombros de gigantes, se ve todo con mayor perspectiva. No ven que es esa perspectiva la que nos abre la mirada ante todo el panorama por descubrir, no la que nos la quita. La que nos brinda la capacidad de decidir qué camino escoger, y, en el fondo, nos da la oportunidad de saber por qué hacemos las cosas.
Sin la ayuda de sus antecesores, ni Aristóteles hubiese sido Aristóteles, ni Einstein hubiese sido Einstein.
El peso de sentirnos inútiles nos vence, y nos incapacita. Es por esa pesadumbre invasiva, por la que la época con mayor capacidad informativa de toda la historia es la época con menor inventiva.
¿Qué hubiera pasado si el hombre se hubiera quedado en su silla y no hubiera abandonado la senda del campo, no hubiera deambulado, mal encaminado, por un dorado paraje de espigas de trigo, pasando por el campo, admirando el camino que acababa de abrir; no se hubiera detenido junto a un olmo seco y no hubiera esperado ansioso el mañana efímero?
Tal vez nada. En mi opinión, todo.
Íñigo Goñi Davó